26 de marzo de 2018

Madrigal


OLGA 
(abrazando a sus hermanas)
¡La música es tan alegre que anima, da ganas de vivir! ¡Oh, Dios mío! Pasará el tiempo y nosotras nos iremos para siempre, seremos olvidadas, olvidarán nuestras voces, nuestras caras y cuántas éramos, pero nuestros sufrimientos se transformarán en alegría para aquellos que vivirán después de nosotras; reinará la paz y la dicha en esta tierra, y entonces recordarán con bondad y bendecirán a los que hemos vivido hoy. ¡Hermanas queridas, nuestras vidas no han terminado aún! ¡Vivamos! ¡La música suena tan alegre, tan alentadora que parece que un poquito más y sabremos por qué vivimos, por qué sufrimos…! ¡Si supiéramos, si solamente supiéramos!

Antón Chejov, Tres hermanas, Acto IV


Hace exactamente una semana fui al teatro Colón a ver su trabajo, querido mío. Y me senté por primera vez en un palco alto, en el centro mismo de la sala aunque un poco desplazado hacia la izquierda. Desde allá la visual es perfecta como bien lo sabe; qué placer no perderse detalle de las alternativas del escenario, como tampoco de lo que ocurre en el foso de la orquesta. Ya le dije en su momento que uno no está acostumbrado a esta clase de espectáculos, no como usted, que los crea singularmente, por eso le enuncio mi percepción, porque en mi caso resultó una experiencia de belleza abrumadora. Su puesta de esa obra le resultó maravillosa a mis ojos y a mi espíritu. Aquí va mi primer elogio: jamás me sentí parte de la sala, porque era uno más en el salón de los Prozórov. Y qué cosa extraña decir esto, justo en el teatro Colón, donde uno tiende más a sentirse expulsado que parte del espectáculo, del que ocurre tanto en el escenario como sobre las alfombras de la confitería. Pero sí, estimado, usted logró aunar el bel canto y la bella música al teatro, o les devolvió su lugar, el único concreto que tienen pobrecitos el bel canto y la bella música, creando otra gema en su colección que difícilmente engarce en la corona de espinas del olvido. Esta ópera es una de sus gemas más brillantes, de las que quedarán en las páginas de nuestro teatro para la posteridad, para cuando dentro de doscientos, o trescientos años, alguien quiera saber qué se hacía en ese magnífico edificio descascarado e inerte.
Pero volvamos al espectáculo. Debo confesarle que desconocía por completo al maestro húngaro Eötvös; mi desconocimiento de la música contemporánea es bastante profundo, pero no su apreciación. Cuando escuché algún comentario airado al final de la función, que llegaba desde un palco más allá y decía que la obra era una basura, me pregunté si esa palabra se refería a la acepción para desecho o para la que refiere a querer deshacernos de algo. ¿Podemos decir eso del trabajo de Eötvös, de un hombre que labora incansable con la sonoridad de cada timbre para darnos un todo de armónica subjetividad? Probablemente los que dijeran eso de la música de esta ópera no se sintieran interpelados por la percusión, sobre todo en aquel momento de la primera secuencia en el que, mientras los hombres discuten luego de que Chebutíkin rompiera accidentalmente un reloj, el corazón de Irina late por debajo de sus necedades y el percusionista va quitándole intensidad al tambor a la par de que Irina se recompone para que nada la turbe, nada la espante. ¡Cómo podrían los timbres de dieciséis instrumentos en el foso reforzar las propias sensaciones de los personajes sin el trabajo compacto de una orquesta de cincuenta instrumentos en la copa del bosque detrás de aquella residencia! Tuve la sensación, mi respetado amigo, de que el problema con la captación de la música contemporánea se liga, prestissimo, a la tan chejoviana necesidad de esculpirse en el pasado. Y el pasado, merced a nuestro talante, siempre tiene aspiraciones de melodrama romántico.
Y en manos de Eötvös y Claus Henneberg, este drama de Chejov que tanto parece una comedia se vuelve una reflexión sobre la alteridad del tiempo, sobre quiénes somos nosotros cuando no nos conocemos del todo ni encajamos en los moldes sociales preconcebidos. ¡Qué incómoda pues que es esta obra! ¡Qué incómodo resulta que aguardemos la presencia ideal de los uniformados para que, al llegar, sean apenas una cohorte de agentes mudos carentes de voluntad! ¿Es que se ha incendiado el mundo y no queremos comprenderlo? ¿No basta con ver el rojo alrededor para entender que hasta la madera de los árboles se redujo a cenizas, como lágrimas? Es cierto que esta clase de deconstrucciones son más claras cuando el lenguaje está claramente descompuesto, sin embargo en el caso de su trabajo con esta obra, a diferencia de otras posibles puestas que uno pueda haber observado a través de los medios electrónicos, la alusión a Chejov es tan precisa y tan amorosa que todo cobra otra dimensión. La vocal sostenida por el barón Tusenbach no es manierismo, remite a la constancia monocorde del amor; si la declaración amorosa de Solioni más parece una amenaza se debe a la abstrusa beligerancia del deseo; si Olga no pierde protagonismo y si Natasha se gana el suyo es resultado del lugar que las dos ocupan en la escena, y del rumor de su transcurrir y discurrir por el escenario; y sobre todo cómo la quietud de un personaje, y su silencio, se vuelven vértigo y grito con un solo movimiento: ahí estuvo Andréi todo el tiempo y no nos habíamos dado cuenta. Y todos ellos no son actores, y no dejan de ser en la memoria cada uno de los personajes.
Es que usted, caro maestro, queridísimo amigo, ha compuesto un madrigal con una pared vencida, donde las voces cavilan y fluyen y los sonidos duran mientras se alambran, suspendiendo nuestra credulidad en aquel frondoso bosque trunco donde, como en la campiña rusa de ciertos artistas de la luz, las almas jamás sienten miedo de perderse porque las sostiene el viento. Pensaba cómo decirlo y creo que esa es la síntesis, hallada a través de la ventanilla del ómnibus mientras vuelvo a casa durante una noche de lluvia, tantos días después. Es mi elogio más sentido, mi almita, no sabría cómo decirlo mejor.

TRES HERMANAS, ópera de Péter Eötvös con libreto de Eötvös y Claus Henneberg sobre la pieza teatral de Antón Chejov. Dirección de Escena: Rubén Szuchmacher. Directores Musicales: Christian Schumann y Santiago Santero. Escenografía: Jorge Ferrari. Iluminación: Gonzalo Córdova. Intérpretes: Elvira Hasanagic, Anna Lapskovskaja, Jovita Vaskeviciuté, Luciano Garay, Marisú Pavón, Héctor Guedes, Alejandro Spies, Mario de Salvo, Víctor Castells, Walter Schwarz. Presentada en el Teatro Colón el 13, 16, 18 y 20 de abril de 2018.

19 de marzo de 2018

Las furias

A qué se le puede tener más miedo: a un perro rabioso, a una persona mordida por ese perro, o al pánico de ver que lo que imaginamos sobre el asunto nunca, siquiera, es parecido a nuestra imaginación. Un viejo adagio dice que el miedo no es zonzo, y es cierto. O cómo se domina a los otros si no es aterrándolos, obligándolos a pedir favores al Dios desconocido, haciéndoles morder la polvareda de esa autoridad atravesada como una flecha en el gañote así no sea más que pura alharaca.
A Coleta la mordió el Manchita. La herida en la pantorrilla se le está pudriendo. Se la cauteriza con vino. La lluvia está pudriendo la tierra también, como si la volviera hidrófoba. Uno quizás crea que la rabia, la de los perros, sea puro ardor, los ojos en llamas, y sin embargo ahí, en el litoral, el infierno de la rabia quizás se parezca a la furia que da resbalarse en el barro. Fran la dejó embarazada a Eugenia y es el líder de los misioneros, recién ordenado sacerdote. A Sabrina le da lo mismo el sexo oral que comer dulce de leche con los dedos directo del pote. Y el Mono, a lo mejor por irracional, le convenga más estar colgado de la rama, de la más alta para otear el panorama, pero hay que ver si lo dejan. Hay que llevar la palabra de Dios a esos pueblitos malhadados repletos de niños, pese a que la palabra del Diablo esté a flor de labios, llagándonos la piel, libre como una jauría.
De eso trata LA RABIA, la investigación sobre el espacio de Juan Pablo Galimberti. Pero el espectáculo se propone que el espectador, tan cerca de los tablones pochos del rancho de la Coleta, sea parte de ese olor dulzón, húmedo, helado, epinefrínico, que inunda el ambiente, tan gráficamente similar al horror y que visualmente es mera oscuridad. Galimberti se vale del terror y de su correlato teatral, el grand guignol, para sumergir a quien observa en una experiencia de subversiva visceralidad. Esa inmersión en el asco no es casual ni es gratuita, ya que la pregunta que se formula Galimberti, para la que no tiene más respuesta que exteriorizarla con un grito (y con la extraordinaria labor de Enrique Dumont como esa vieja deshecha por la desidia, tarea que se merece todos los elogios de los que uno disponga), es qué, quién, de qué manera nos domina. Cómo, por qué y para qué es algo tan poco importante de saber como hasta cuándo los nervios soportarán los riesgos de despeñarse indefinidamente en el abismo, único síntoma de alteridad que pareciera tener a mano nuestra idiosincrasia.

LA RABIA - INVESTIGACIÓN DEL ESPACIO, de y dirigida por Juan Pablo Galimberti. Asesoramiento dramatúrgico: Javier Daulte. Producción Ejecutiva: Mariana Morán Benítez. Iluminación: Soledad Ianni. Escenografía: Juan Pablo Galimberti. Música: Nicolás Ferrero. Asistentes de Producción: Carolina Romagnoli, Chany Suárez. Asistente de Dirección: Ariel Vallone. Intérpretes: Enrique Dumont, Valeria Di Toto, Facundo Martín, Franco Moix, Luciana Vitale. Martes, 21 hs. Espacio Callejón, Humahuaca 3759.