21 de enero de 2018

Digamos la verdad


Foto: Shows Argentinos / Marcelo Duarte - Pedro Pacheco
Cuando Willy Russell estrena su musical “Blood brothers” en Liverpool, luego de unos intentos con elencos escolares y mientras iba afinando el texto y la partitura, era 1983. En Inglaterra asumía su segundo mandato Margaret Thatcher quien, tras ganar la guerra de Malvinas y con el país en franca recuperación económica, pondría en juego una serie de medidas de duro impacto en las clases populares (flexibilización laboral y reducción de la incidencia de los sindicatos en la defensa de los trabajadores, por ejemplo) que se irían radicalizando en los siguientes cuatro años de gobierno. En ese período “Blood brothers” llega a Londres por una temporada breve, pero es en 1988 que se queda en el West End por los próximos veinticinco años, siendo el tercer musical en la historia del espectáculo inglés en permanecer tanto tiempo en cartelera. Hasta que bajó en noviembre de 2012 “Blood brothers” tuvo más de diez mil representaciones sumando giras, cambios de elenco, cruces al océano y Dama de Hierro con mando del mismo material.
En 1994 “Hermanos de sangre” se estrena en Buenos Aires, en la sala 2 del teatro Metropolitan. La dirigió Martín Blanco y la protagonizaron Tina Serrano, Gustavo Garzón, Aníbal Silveyra, Iván Espeche, Marzenka Nowak y Andrea Politti. En casa tengo siete programas de mano de ese espectáculo, y el recuerdo de una de las acomodadoras que fruncía el ceño cuando le daba la entrada. ¿No está bien ir muchas veces a ver algo que a uno le gusta mucho? Entonces los musicales argentinos tenían resoluciones escenográficas muy distantes a las de Broadway o el West End, e intérpretes que se esforzaban mucho por cantar y bailar y actuar al mismo tiempo: en algo de todo eso no eran buenos pero superaban la flaqueza a fuerza de oficio en el trabajo. “Hermanos de sangre” no se escapaba de esa tendencia pero había algo que resultaba conmovedor. Algo que resonaba en la memoria que lo hacía sentir muy cercano, como si la historia fuera conocida y entrañable no sólo por su argumento sino por su construcción. Hoy es muy difícil ver en escena a las clases populares de hace cincuenta años, que es aproximadamente el lapso de tiempo en el que se ubica la acción al comienzo de la obra; para hacerlo habría que consumar una suerte de arqueología teatral que no todos las producciones están en condiciones de llevar adelante a veces por cuestiones económicas, otras veces por falta de criterio en la investigación de las formas, y algunas más por desinterés hacia la vida cotidiana en ciertos períodos históricos concretos. En ese sentido “Hermanos de sangre” recuperaba esas formas de la periferia que entonces, aún, se seguían manteniendo vivas en el barrio, así el barrio fuera un suburbio inglés y no una calle del conurbano bonaerense.  
Luego, en 1995, porque costaba más barato viajar a Europa que a Tierra del Fuego, me fui de vacaciones a Londres y en Londres vi tres veces más “Blood brothers” en el Phoenix Theatre, teatro donde se exhibió entre 1991 y 2012. Vi la versión que dirigiera Bob Tomson con el elenco que grabó el disco con las canciones del espectáculo, Stephanie Lawrence, Paul Crosby, Mark Hutchinson, Richard Barnes, Joana Monro y Jacinta Whyte, según parece la versión cuyo elenco más tiempo representó la obra. La puesta no difería en mucho a la vista en Buenos Aires excepto en el acabado técnico, cuestión que me llevó a renegar un poco de nuestra copia hasta que comprendí qué significa el concepto de franquicia y que la creatividad pasa por otro sitio, sobre todo si de teatro hablamos. Y otra vez me atrapó la historia, la que se cuenta allí y también la histórica, y comencé a escuchar los ecos del escenario en lo que tenía alrededor, tanto en Londres como en Buenos Aires. Entonces en Londres, según me contaron, había un veinticinco por ciento de desocupación encubierto, y yo a comienzos de 1997 perdí el trabajo. Mickey Johnstone pierde el trabajo y se mete en los líos a los que lo lleva su hermano Sammy no solamente porque fuera un pibe poco alumbrado; había algo en las largas filas de desocupados buscando trabajo que no tenía que ver con la luz natural de cada uno. Eso se palpaba en la calle, porque la oscuridad tiene otra clase de superficie si uno la toca con las palmas de las manos bien abiertas cuando todavía no se hizo de noche.
“Hermanos de sangre” tiene un Narrador que, como los narradores del gran bardo inglés, nos rima los hechos que habrán de suceder con la distancia de la muerte. Así es como el Narrador nos presenta a la Señora Johnstone, una mujer de clase baja que una vez conoció a un muchacho que comparó su belleza con la de Marilyn Monroe. Así es como la deja embarazada, se casan, tienen otros hijos más y, cuando encuentra otra Marilyn por ahí, la abandona para siempre embarazada de mellizos, con deudas y sin trabajo. La Señora Johnstone es muy empeñosa y consigue una changa limpiando la casa de la Señora Lyons, una mujer adinerada que parece ser una muy buena patrona. La Señora Johnstone está a gusto trabajando para ella y hasta la toma como confidente cuando le cuenta que los servicios sociales le van a sacar a sus hijos si no los mantiene como corresponde (¿cómo corresponde mantener a los hijos?, me pregunté, recordando esta pieza, cuando vi “Ladybird, Ladybird” de Ken Loach, cuyo contexto hoy es mucho más sórdido). Para colmo esta vez la Señora Johnstone está embarazada de mellizos. La Señora Lyons no puede tener hijos aunque lo intentaron con el Señor Lyons y entonces, iluminada, le pide que le de uno de esos mellizos que habrán de nacer en cinco meses, que ella podría fingir el embarazo mientras tanto porque su marido está trabajando afuera y no volverá en todo ese tiempo. A la Señora Johnstone le espanta la idea pero cuando se llevan sus muebles por falta de pago, y la amenaza de quitarle a los chicos se vuelve cada vez más aciaga, accede a darle uno a la Señora Lyons con la condición de poder verlo cuando cada día vaya a trabajar. El demonio ya metió la cola, claro. Nada de eso pasará. La Señora Lyons echa a la Señora Johnstone de su puesto porque después del parto está limpiando mal y la Señora Johnstone amenaza con llevarse a su hijo porque es suyo, pero la Señora Lyons sabe cuándo pegar el rugido: le pregunta a la Señora Johnstone si no conoce la historia de los hermanos separados al nacer, si no está enterada de que si los hermanos se enteran de la presencia del otro automáticamente caerán muertos, como fulminados por el destino. La Señora Johnstone no tiene otro consuelo que la superstición para seguir adelante. Y así los hermanos Mickey Johnstone y Eddie Lyons crecen ignorando que lo son, y la señora Johnstone fuerza sin querer al destino fomentando la amistad entre los dos así los separara la distancia. Mickey y Eddie se quieren entrañablemente pero al destino no se lo engaña, porque depende el color de la luz que bañe el escenario, el destino es el demonio. El demonio siempre te sigue los pasos. Willy Russell, quien hizo del choque de clases el núcleo de sus historias, dijo que “Blood brothers” surgió del recuerdo de una película, una novelita, un radioteatro que él viera, leyera o escuchara cuando era un chico, de la impresión indeleble que esa historia le causara. Claro, no hay nada más horroroso que te arranquen de tu casa por causas que no son tuyas, y no hay nada más hermoso que reconocer a tu familia cuando tu familia no importa qué sangre tenga. Ver eso en un escenario actuado, bailado y cantado, a mí también me causó una muy honda impresión. Que Mickey diga que todos parecen muertos porque no hay nadie con quien jugar; que Eddie se pregunte casi con desesperación si se animaría a decirle a Linda que la ama si fuera él, si fuera Mickey; que el Narrador señale el día concreto en que volverá a aparecer el Hombre de la Bolsa a llevarse a los niños, o que la Señora Johnstone crea que irse de aquel barrio le dará un día feliz, son ideas que en determinado momento de tu historia diluyen su literalidad y te enfrentan a la profunda grieta que te abre el destino, sobre todo si estás lejos, sobre todo si no hay respuestas alrededor, sobre todo cuando los cuentos van perdiendo su encanto.
Un cuarto de siglo después vuelvo a ver HERMANOS DE SANGRE en Buenos Aires. Cuántas cosas pasaron aquí y allá en todo este tiempo. Cuántos años han pasado también para mí mismo como para enfrentarme a un espectáculo que se transformó en una constante de mi propio trabajo. Fui al teatro Del Globo con la certeza del tiempo transcurrido, con el desencanto de no tener las mismas quimeras, con los cambios que siguen borrando la traza de nuestra idiosincrasia, y con la nostalgia de lo que quedó difuso en el recuerdo. ¿Sería el mismo expectante y solitario Eddie de Aníbal Silveyra y Mark Hutchinson el que nos ofreciera Gonzalo Almada? ¿El Mickey de Mariano Taccagni se sorbería los mocos como el Mickey de Gustavo Garzón y Paul Crosby? ¿Podría infundirme el mismo temor el Narrador de Alejandro Vázquez que aquel que me infundieran Iván Espeche o Richard Barnes? ¿Podría la Señora Lyons de Magalí Sánchez Alleno ser más humana que las de Marzenka Nowak y Joana Monro? ¿Me enamoraría de la Linda de Laura Montini como me enamoré de la Linda machona de Andrea Politti o me daría ternura como la Linda de Jacinta Whyte? ¿Y Julia Zenko encontraría el equilibrio entre la arrabalera Señora Johnstone de Tina Serrano y la abnegada y corta Señora Johnstone de Stephanie Lawrence? Eran preguntas espantosas para hacerse porque qué podés comparar en el teatro, si nada de lo que ocurre en el teatro puede volver a ocurrir. Esas preguntas espantosas no refieren al espectáculo propiamente dicho, remiten directamente a la propia subjetividad del espectador. Por lo visto y por lo expuesto, yo no puedo ser objetivo con HERMANOS DE SANGRE.
HERMANOS DE SANGRE es un espectáculo maravilloso.
Alejandro Ibarra y Mariano Taccagni quizás no corrieron con la obligación de la franquicia porque, por ejemplo, la escenografía de esta puesta es totalmente distinta a las que yo viera en 1994 y 1995. El concepto de René Diviú de formas corpóreas y fondo proyectado (ese de borrar el prejuicio que existe entre el cartón pintado y las nuevas tecnologías), el complemento de las luces del citado Ibarra con un espesor dramático infrecuente (baste ver el invierno de aquella desventura para entender esa valoración de espesor dramático), y del vestuario de Celeste Bulfoni (la ropa es intemporal pero tiene botones grandes que obligan a una acción que ya ni siquiera pensamos, porque quién pierde tiempo en abrochar botones existiendo el velcro o el cierre relámpago), se adecuan perfectamente a la propuesta: no solamente todo es funcional al escenario del teatro Del Globo sino que difumina las marcas del tiempo como Willy Russell le pide al espectador borrar los espacios entre el folletín más rancio y la brillantez del musical. Esta historia no es nuestro presente aunque sí sucede cuando la vemos, mal que le pese a la Señora Johnstone cuando asegura que esto no ocurrió, que es tan solo un sueño. En esta sensación colabora la reducida presencia de la banda conducida por Damián Mahler: el sonido a cuerdas y percusión (piano, guitarras, bajo y batería) tensa el tiempo y golpea las muescas del relato sin volverlo lírico ni falsamente modesto, porque este cuento no necesita ser prístino para fulgurar. Y en cuanto a los personajes uno puede ahora sumar a lo conocido aquellas aristas que la marcación de los directores o la propia memoria dejaron sin relieve en su momento: el peso de la Historia es indudable en cada personaje, con mayor convicción en la ríspida conversión del Mickey de Mariano Taccagni y en la ensombrecida composición de la Señora Lyons de Magalí Sánchez Alleno. Gonzalo Almada no necesita ser gracioso para ofrecer un Eddie vulnerable, ya que basta conque cante para desarmar la coraza. La Linda de Laura Montini se permite jugar el tránsito entre niña con garbo y mujer desconsolada sin perder el tono y sin defenderse con canciones propias. El Narrador de Alejandro Vázquez es todo lo ominoso que uno podría desear y todo lo contemporáneo que uno no quisiera ver. Y en esta versión de HERMANOS DE SANGRE hay algo notable que valdría la pena observar con atención: en el trabajo vocal hay épocas. No quiero decir con esto que la Señora Johnstone envejece y los chicos se vuelven grandes, no. Hay épocas, momentos, estilos, que en la voz de Julia Zenko se convierten en signos que ordenan el espectáculo por los exactos rieles del melodrama. Julia Zenko es el motor que exige el texto de Russell y a la vez, con la empatía de su registro, logra darle algo a su personaje que ni Tina Serrano ni Stephanie Lawrence me habían provocado, con todo lo que de inolvidables me resultan: puede tener momentos felices y expresarlos con la voz puesta en los ojos (hay otro mérito en eso, en absoluto menor, que refiere al trabajo de adaptación de Marcelo Kotliar; en esta versión de HERMANOS DE SANGRE las palabras son verosímiles, transmiten esa verdad tan difícil de encontrar en textos que por su origen se alejan sin remedio de nosotros). Porque a decir verdad entonces y ahora, siempre, habrá momentos felices para que cante el corazón y despierte la conciencia cuando los tiempos no sean propicios, ni para nosotros ni para la gloriosa Marilyn Monroe.

HERMANOS DE SANGRE (Blood brothers), musical de Willy Russell con adaptación de Marcelo Kotliar, producción de Gonzalo Almada y dirección de Alejandro Ibarra y Mariano Taccagni. Escenografía: René Diviú. Vestuario: Cecilia Bulfoni. Iluminación: Alejandro Ibarra. Dirección Musical: Damián Mahler. Intérpretes: Julia Zenko, Mariano Taccagni, Gonzalo Almada, Alejandro Vázquez, Magalí Sánchez Alleno, Laura Montini. 150 minutos, con intervalo. Teatro Del Globo, Marcelo T. de Alvear 1155. Funciones viernes y sábados a las 21, domingos a las 20.30.

5 comentarios:

  1. QUE PLACER LEER ESTA CRÍTICA, ESTA EXPRESIÓN, ESTA FORMA DE ARTE SOBRE CONTAR EL ARTE QUE EMOCIONA AL LEERLA. GRACIAS SINCERAS!

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  2. Gracias, Germán. Uno simplemente se sienta en la platea y siempre se deja llevar al mundo de Oz. A veces, no tan seguido, llega. Esta fue una de esas veces.

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