6 de diciembre de 2010

Sobre no ser


Cuando uno es chico disfruta del campo en un tanque australiano haciendo ondas con los pies, y cuanto más rápido corra más grande se hace el remolino y uno se deja caer y tragar por el agua que lo sacude hasta que se calma, y después vuelta a empezar. Es un recuerdo cariñoso ese. Pero cuando uno crece comprende que el cariño en el campo es complicado, porque el campo no es sitio para pensar en quiénes podríamos ser. Hay mucho viento. Un viento seco como polvo que se arrastra entre los sembradíos, que agita a los caballos y los obliga a galopar como salvajes aunque sin furia, un viento tan viejo como la desolación y la amargura de la pampa, que de tan grande es puro olvido. A uno se le conforma la idea de que son las ciudades las que erigen a los hombres, no el campo; el campo nos vuelve animales aunque sigamos pareciendo humanos y aunque no estemos verdaderamente allí, aunque recordemos el cariño que sentimos por los otros, aunque no seamos más que un saco de huesos desnudos que quieren llamar la atención y tener un sitio donde descansar.
NO SOY UN CABALLO se trata de eso, de no ser, ni un caballo ni un hombre. Uno no es lo que quiere sino lo que uno puede, y a veces poder también se vuelve utópico. Qué somos cuando ni siquiera podemos pareciera ser la pregunta que se le incrusta en el rostro anguloso a Esteban desde adentro, bien profundo, cuando el mandato familiar le queda grande como la campera del abuelo. O qué seríamos si no fuéramos esto podría cuestionarse Matías cuando intenta que no se le tape el mate porque no sabe cebarlo y cuando quiere tener lo que no le corresponde. Y por qué no somos lo que queremos se diría quizás Fernando al advertir que tampoco le queda el consuelo de ser amigo de sí mismo. Pero tal vez Robustiano sepa que para ser algo allí, en el campo, habrá que taparse la cara para que no se le trasluzca a uno la memoria. Al respecto podemos señalar que NO SOY UN CABALLO es eso, justamente: una pieza sobre la memoria en el espacio vacío de algunas almas desvalidas. Y si esto es así de certero como esa afirmación, advirtamos que su metáfora es tan inasible como la verdadera poesía, esa en la que el sonido de las palabras es a la vez la vibración de la sangre.
NO SOY UN CABALLO es, en el espacio de esa hermosa casa de Silencio de Negras, una experiencia extraña por lo cercano de su sensibilidad. Todo allí queda al desnudo, la risa y la angustia, el viento que no corre y que nos agita y los caballos que no existen pero que nos cargan en su grupa a cabalgar. Es el paisaje y la oscuridad de una casa en los recuerdos, es voz que no se expresa y que no dice lo que no es necesario decir. Es un trabajo de grupo en el que el objeto teatral desaparece y su sistema no sabe de procedimientos ajenos. Es un espectáculo de una pureza conmovedora y de una rusticidad tersa y verosímil. Podríamos encontrarle el significado final y podríamos cerrarla observando su contundencia, pero eso no sería justo. Siempre hay algo que decir cuando uno descubre cosas que lo conmueven, pero una vez dichas esas cosas a lo mejor no admiten modificaciones, como esto que aquí escribo. NO SOY UN CABALLO no modificará su esencia en mi memoria, pero crece en el recuerdo como el pasto, como la mañana, como una tormenta, que siempre son las mismas cosas pero que nunca son iguales.

NO SOY UN CABALLO, dirigida por Eduardo Pérez Winter. Escrita por Eduardo Pérez Winter en colaboración con los actores. Iluminación: Adrián Grimozzi. Escenografía: Carla Balboa. Vestuario: María Sábato. Asistente de Dirección y Realización Escenográfica: Hernán Ghioni. Intérpretes: Diego Cremonesi, Walter Jakob, Francisco Egido. Sábados a las 20.45. Teatro Silencio de Negras, Luis Sáenz Peña 663, 4381-1445. ÚLTIMA FUNCIÓN TEMPORADA 2010: 11 de diciembre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario