5 de noviembre de 2010

Sobre seguir el jazz

Hay una película de 1937 dirigida por Henry King, con Tyrone Power, Alice Faye y Don Ameche, llamada En el viejo Chicago, en la que un incendio arrasa la ciudad (hecho real ocurrido en 1871) y en la que Hollywood compara este incendio con las disputas entre los hermanos O’Leary, uno honesto y el otro no tanto, que se disputan justamente el control político de la ciudad y el amor de la chica de turno, a la sazón una cantante de cabaret. Lo que importa de esta película es el incendio, claro, pero más tarde notaremos que no es indistinto que la acción transcurra en Chicago y no en San Francisco, ciudad que en 1936 dio otra gran película del cine catástrofe de entonces llamada San Francisco, donde la ciudad era tragada por el terremoto de 1906. ¿Por qué no es lo mismo San Francisco que Chicago? Primero porque un incendio (y más el de una ciudad enteramente construida en madera) responde casi siempre a la negligencia humana (en este incendio se le echó la culpa a una vaca que tiró una lámpara de aceite sobre el pasto seco del establo), y segundo porque Chicago fue la ciudad más parecida a Sodoma, siempre con mala prensa pero con coloridas atracciones: corrupción política, gangsterismo, prostitución, alcohol y drogas, esas cosas que hacen de la vida un descenso divertido hacia el infierno.
Chicago, pues, era capaz de contener a predicadores mormones y a un anticuario de origen italiano llamado Al Capone, y este contenido humano de la ciudad se puede prestar al maniqueísmo de lo real y lo ficticio, el bien y el mal, el blanco y el negro, el oro y el barro, y todo ese jazz. Porque el jazz, en aquellos años en que se expandía irrefrenablemente por el mundo musical del Siglo XX, era una forma de ejecutar la música sin seguir al pie de la letra la partitura y también una forma de referirse al sexo, al acto sexual, a la improvisación del makin’ whoopee. Y es de allí que nacen los mitos, de esta improvisación constante, de este reversionar permanentemente la historia de hoy, y por eso tal vez, cuando Bob Fosse y Fred Ebb escribieron el libreto de la comedia musical que se estrenó en 1975, más que atenerse a cuestiones reales optaron por atrapar la esencia del vaudeville. El vaudeville no es lo mismo que el vodevil: el vaudeville mezcla cantantes, bailarines, comediantes, acróbatas y perritos amaestrados (entre otros personajes), sin necesidad de lógica en el espectáculo, como una sucesión de números vivos y entretenimiento en continuado. Es bastante lógico que su popularidad declinara en los años ’30, tras la gran depresión económica y la ley seca; los altos costos que demandaba hacerlo bien ni siquiera justificaba las giras provinciales. Y la gente ya tenía el cine parlante, que no sufría complicaciones durante la función; en una película nadie mata de verdad, pero en Chicago, con tal de ser estrellas, algunas chicas eran capaces de una masacre. Si no ahí las tienen a Velma Kelly y a Roxie Hart, capaces de matar a su marido y a su hermana y al mueblero de la otra cuadra, respectivamente, con tal de cantar una canción o de bailar en un escenario, o lo más importante: salir en la tapa de los diarios, ser celebridades del crimen.
CHICAGO, como dijimos, es un vaudeville, y allí encontramos su esplendor. Porque la realidad de la justicia es inversamente proporcional al sortilegio de sus números, y si Amos, el marido de Roxie, es un personaje lavado desde el argumento, se transforma en un perdedor entrañable cuando canta su canción, y lo mismo ocurre con las chicas de la cárcel y con la columnista del diario y con el mismísimo Billy Flynn, el leguleyo todopoderoso. Nada es lo mismo cuando arranca uno de esos números que tiene cada uno. Y es Mama Morton con su carcelera la que da la clave: si sos buena con mama, mama lo es con vos, porque en este vaudeville se enfrentan la verdad, la ficción y el mentime que me gusta, porque la justicia también suele ser un espectáculo. Por eso, aunque tenga personajes atractivos, CHICAGO es un musical de ensamble como los grandes espectáculos de variedades, esos en los que la orquesta siempre unifica, contiene y es el alma de todo ese jazz, y en este caso, de este jazz brillante donde relucen los vientos, las cuerdas, los tambores y los cuerpos ingrávidos en un marco de dorada alegría en blanco y negro.
Es obligatorio hablar de las protagonistas, porque es en ellas donde descansa la excelencia del conjunto. Sin una Roxie y sin una Velma sólidas, CHICAGO podría quedar como una ciudad puritana. Es por eso que se las recuerda a Nélida Lobato y Ambar La Fox y a Alejandra Radano y Sandra Guida, y se las recordará a Natalia Cociuffo y a Melania Lenoir a partir de esta versión. Porque Roxie y Velma son dos de los más grandes personajes que el musical le diera al último cuarto del Siglo XX, y en esta oportunidad Natalia Cociuffo, además de innegable talento le aporta una belleza salvaje que transforma a su Roxie en alguien por quien vale la pena morirse. En cuanto a Melania Lenoir, su Velma es una perra más del pabellón en el penal de Cook; pero como este año también sacó a pasear a muy buena parte del zoológico en Hedwig and the angry inch, Los últimos cinco años y Avenida Q, tendríamos que convenir en que Melania es un animal de teatro. Uno de esos que ya está listo para comernos en la próxima función y que uno, humildemente, ha comenzado a vislumbrar entre los monstruos sagrados.

CHICAGO, de Fred Ebb y Bob Fosse, con traducción al español de Gonzalo Demaría. Producción General: Daniel Grinbank. Director Residente: Gustavo Wons. Música: John Kander. Supervisor Musical: Rob Fisher. Director Musical: Gerardo Gardelín. Coreografía: Ann Reinking. Escenografía: John Lee Beatty. Vestuario: William Ivey Long. Iluminación: Ken Billington. Diseño de Sonido: Rick Clarke, Gastón Briski. Intérpretes: Natalia Cociuffo, Melania Lenoir, Martín Ruiz, Alejandra Perluzky, Horacio Vay, M. Rivero, Florencia Bordolini, Romina Cecchetini, Augusto Fraga, Ángel Hernández, Alejandra Ibarra, Mariana Jaccazio, Pablo Juin, Oscar Lajad, Milagros Michael, Julia Montiliengo, Mara Moyano, Carlos Pérez Banega, Esteban Provenzano, Nicolás Villalba, Florencia Viterbo. Martes a domingo a las 20.30. Teatro Lola Membrives, Corrientes 1280, 4381-0076.

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